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Un cura bonachón

Un timbre fuerte, semejante al que tocan en los colegios a la hora de la salida, es el que resuena cada vez que alguien llama a la casa parroquial de la Iglesia San José en Valera. Una señora lo toca desesperada y espera un largo rato bajo el inclemente sol, está buscando al padre Pedro para darle el sentido pésame por la muerte del Monseñor Godoy y para preguntar dónde va a ser el entierro, pero le avisan que aún no ha llegado. La señora se retira caminando lentamente por las peligrosas calles que rodean la iglesia, con la cara triste y prometiendo regresar más tarde.

Mientras tanto sigo esperando la llegada del padre, aunque en una pequeña sala para resguardarme del sol del mediodía. Toco otra vez el timbre y esta vez se escucha una voz grave y fuerte, me abren la puerta y subo las escaleras hasta la casa. “Bienvenida hija, Dios te bendiga” me dice el padre con una enorme sonrisa mientras me da un fuerte abrazo.

La mayoría de los valeranos conocen al padre Pedro Artigas y muchos son los que lo describen como un padre divertido que rompe esquemas dentro de la iglesia. No es un sacerdote como cualquier otro, no está lleno de esa solemnidad que generalmente distancia al cura del feligrés, sino que por el contrario habla con todos con una confianza y una cercanía propia de un gran amigo. “A veces me da pena que la gente me salude en la calle y no reconocerla, aunque siempre los saludo con el mismo cariño que lo hacen conmigo” dice el padre Pedro al preguntarle sobre su popularidad.

Una sonrisa siempre se observa en su rostro y confiesa ser un hombre feliz, felicidad que él mismo la adjudica al hecho d
e ayudar a los demás, y es esa ayuda que brinda a los más necesitados lo que hace que el padre Pedro se haya ganado el respeto y el aprecio de gran parte de los valeranos.

-Realizamos jornadas con los indigentes, los bañamos, les cortamos el cabello, les damos de comer y les regalamos ropa. La parroquia trabaja en conjunto con la pastoral social –pastoral donde el padre Pedro es el director– así como con la comunidad que se reúne para apoyarnos –dijo mientras contestaba un mensaje de texto en su celular.

El padre Pedro está sentado en un sillón de la sala y justo detrás se encuentra un cuadro con la figura del Divino Niñ
o Jesús. El comedor de madera está en un rincón; un equipo de sonido y un televisor terminan por completar los muebles de aquel espacio. Desde el sofá se puede observar la cocina repleta por envases de plástico, de ella sale un olor que despierta el apetito.

-Es la comida que le llevamos a los indigentes –dijo al ver pasar a varias señoras que salían de la cocina cargadas con recipientes con comida– los recipientes a veces no los regalan porque es un gasto grande comprarlos.

-Me gustaría pasar un día con usted –le dije refiriéndome a los días en que realizan las jornadas sociales.

Hija no puedo, soy cura –me respondió riéndose a carcajadas sobre la broma que acababa de hacer. No es la primera broma q
ue hace, al hablar sobre sus padres dice que hicieron una especialidad en minería pues ya están bajo tierra. Dice no sentirse mal porque sus padres hayan muerto, pues para él ya ellos están gozando en el cielo. Cada vez que su madre cumple años de muerta reúne a sus doce hermanos, de quienes el padre Pedro con 51 años es el menor, y realizan una misa en su honor y la recuerdan en una celebración llena de música y comida.

Entre las personas que entran y salen constantemente de la casa parroquial una señora se acerca al padre y colocándole una mano en el hombro le dice: “siento mucho lo del Monseñor”. Él la mira y asienta con la cabeza mientras ella se retira para volver a ayudar a sacar los paquetes con comida.

-Padre ¿No le da miedo la muerte? –pregunté mientras volvía a reincorporarse para hablar conmigo.

-Nacemos para morir –dijo con una sonrisa tímida–, lo que debemos asegurarnos es de ser felices y realizar cosas buenas por los demás.

Las jornadas con los indigentes no es sólo lo que el padre hace por la comunidad, en la época en que fue párroco de La Beatriz realizó un salón de comida donde se alimentaban alrededor de 75 niños y 30 ancianos en situación de pobreza, actualmente está a cargo de 12 multihogares que reciben a niños de 0 a 7 años cuyas madres trabajan y no cuentan con recursos para pagar una guardería, también desde la parroquia se donan sillas de ruedas y bastones, del mismo modo, con ayuda de personas particulares y de distintos organismos públicos y privados ha conseguido recursos para la construcción de casas a personas en pobreza extrema.

-Tengo muy poco tiempo en el día, estoy lleno de ocupaciones pero no me quejo –afirmó el padre Pedro con gran entusiasmo.


Todos los días el padre Artigas se despierta a las cinco de la mañana y sale a trotar, siempre ha sido amante del deporte y recuerda con nostalgia las veces que salía a jugar fútbol con sus sobrinos: “Jugaba mucho cuando era párroco en La Beatriz, me ponía mis shorts y salía a la cancha que estaba cerca de la iglesia, ya no me queda mucho tiempo para eso, aunque trato a veces de hacerlo”. Trota varios kilómetros mientras reza el rosario en su mente, después llega a bañarse para bajar a misa, visita a los enfermos del hospital, coordina las jornadas de ayuda social, está al pendiente de la construcción de La casa de la misericordia, destinada a albergar de forma continua a las personas que viven en las calles de Valera, visita distintas empresas para pedir colaboración y cumple funciones de capellán en el liceo Madre Rafols.

-Me gusta ver El chavo del 8 y Chespirito –confiesa riéndose– a veces siento que soy un niño grande.

Suena el celular y el padre responde, lo están esperando para los preparativos del entierro. Bajamos por las escaleras hasta el garaje y observo pilas de cajas con botellas vacías de cerveza “Nacional” y refrescos de distintas marcas.

-No pienses que soy un bebedor, son botellas que estamos recogiendo para reciclar y con el dinero podemos atender a más personas –se apresuró a decir ante mi cara de curiosidad –. Ven y te doy la cola hasta la avenida que caminar sola hasta allá es peligroso –él lo sabe muy bien porque ya han entrado a la casa parroquial a robar y eso le ha dejado cierto temor.

Vamos en su camioneta y prende el equipo de sonido, suena una canción de Vicente Fernández y el padre Pedro la canta con gran fuerza.

-¿Le gustan las rancheras padre? –le pregunté.

- Las rancheras, el merengue, la salsa, las baladas. Me gusta la música –respondió.

Ya me acercaba a la parada y antes de despedirme del padre le hice una última pregunta.

- Padre cuando usted muera ¿qué desearía que hicieran?

Se quedó pensando por un momento y después de 10 segundos respondió:

-Me gustaría que mi epitafio dijera: “Serví al señor con alegría. JAJAJA”. Así pueden decir que me fui riendo.
Ariana Briceño Rojas

Ariana Briceño Rojas

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